Desde que el ser humano descubrió el fuego, la cocina ha sido su forma más pura de crear. Al principio fue instinto: una necesidad de sobrevivir. Pero muy pronto, algo cambió. No bastaba con alimentarse; había placer en hacerlo bien, en transformar lo simple en algo delicioso. Fue entonces cuando nació el primer arte de la humanidad: la gastronomía.

Mucho antes de que existieran los museos o los teatros, el fuego y la olla fueron escenario y lienzo. Allí, entre aromas y sonidos, el ser humano comenzó a expresarse a través del alimento. Con cada plato, contaba quién era, de dónde venía y qué amaba. Cocinar se volvió una forma de narrar el mundo.
Con el tiempo, el acto de cocinar trascendió lo doméstico y lo ritual. En civilizaciones como la griega, la romana o la árabe, el banquete se convirtió en símbolo de cultura, conocimiento y refinamiento. Pero fue hasta el siglo XVIII, en la Francia ilustrada, cuando la gastronomía comenzó a considerarse un arte en sí misma. Los cocineros dejaron de ser simples servidores y empezaron a ser reconocidos como creadores, como artistas capaces de despertar emociones a través de los sentidos.

Y es que la cocina comparte el alma del arte: transforma la materia en emoción. Un plato puede conmover como una pintura, puede contar una historia como una canción. En sus formas, colores, aromas y texturas hay una búsqueda estética, una composición que busca el equilibrio perfecto. Pero a diferencia de otras artes, la gastronomía tiene una cualidad que la hace única: su arte desaparece para volverse parte de quien lo experimenta. Comer es sentir, recordar, compartir. Es un acto único que deja huellas eternas.
Para quienes viven de la cocina —cocineras tradicionales, chefs, panaderos, reposteros, meseros, gastrónomos o restauranteros—, el fuego no solo transforma los ingredientes: transforma también al que cocina. Cada jornada entre ollas y cuchillos es una lección de paciencia, de entrega, de amor. Porque detrás de cada platillo hay horas de trabajo, conocimiento, disciplina y, sobre todo, pasión.
La naturaleza, sabia y generosa, es la gran maestra de esta obra. Nos da todo: el color del maíz, la dulzura del mango, la fuerza del chile, el aroma del cacao. El cocinero no crea de la nada; dialoga con la tierra, interpreta sus mensajes, rinde homenaje a su abundancia. Por eso, cocinar es también un acto de respeto y gratitud hacia el mundo que nos alimenta.

Cuando un chef diseña un menú o una abuela prepara un guiso familiar, ambos comparten el mismo impulso: transmitir amor, hacernos sentir vivos y regresar a cuando éramos niños y teníamos una capacidad de asombro única. En la gastronomía, el amor se cocina a fuego lento. Se nota en el cuidado del corte, en el equilibrio del sabor, en el deseo de ver a otros disfrutar.
La comida tiene el poder de sanar, de reunir, de reconciliar. Un buen plato no solo llena el estómago: llena el alma.
Hoy, la gastronomía ocupa el lugar que siempre mereció: el de un arte completo. Las cocinas son talleres creativos; los ingredientes, las pinceladas; los platillos, las obras maestras que se disuelven en el instante más humano de todos: el acto de compartir.
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